martes, 19 de agosto de 2008

La Disciplina

En mi niñez, pensé que la vida cristiana se trataba de la disciplina.  Había que disciplinarse para leer la Biblia y para orar.  Había que disciplinarse para ir a la iglesia.  Había que disciplinarse para compartir la fe.  Todo en la vida cristiana era pura disciplina.  Y como yo no era una persona muy disciplinada, siempre me sentía como un mal cristiano.  (Bueno, dejémoslo claro, no soy un buen cristiano – pero no por las razones que pensé en mi niñez).  Sin embargo, yo nunca fui un niño o joven rebelde.  Era igual al hermano mayor en la parábola del hijo pródigo.  No entendía mucho lo que era amar a mi Padre celestial, de tener una relación con él.  Lo único que pensaba era que él no estaba muy contento conmigo, porque yo no tenía muy buena disciplina.

Cuando llegué a tener unos 35 años de edad, empecé a entender el evangelio de Cristo un poco mejor – que él me amaba; que no importaba lo que hacía o no hacía, él me amaba igual.  Entonces tiré la disciplina por la ventana y empecé a descansar en mi posición delante de Dios.  Ya no era tan importante lo que hacía, sino que la razón por la que lo hacía.  Esto llegó a ser una gran excusa para vivir mi vida indisciplinada y no tener mucho tiempo en la Biblia o en la oración.

Pero algo curioso ha sucedido en estos últimos años.  En mi estudio de la palabra para los sermones, me he dado cuenta que ninguna de estas posiciones están correctas.  No es una disciplina fría – que de alguna manera si leo mi Biblia todos los días, el enemigo no me va a molestar.  Pero tampoco uno puede decir que tiene una relación con Dios si ni siquiera pasa tiempo con él.

Ahora me he dado cuenta que sí, la vida cristiana requiere una disciplina – pero una disciplina contenta.  ¿Por qué?  Porque entre más me “disciplino” a estar con el Señor, más me habla a través de su palabra.  Y si me pierdo un día, él me ama igual.  Pero me doy cuenta que si empiezo a perderme varios días, algo sucede.  Empiezo a sacar mis ojos de la meta – que es conocer a Dios más íntimamente.  Pero entre más me “disciplino” para estar con él, más me habla, más me convence el Espíritu Santo que soy su hijo, más entiendo su amor por mí, más puedo enfocar mi vida diaria en un propósito mayor para mi vida, más me doy cuenta del terrible precio que Jesús tuvo que pagar para comprar mi relación con Dios, más agradecido vivo por su gran amor, más dispuesto estoy de ver mi propio pecado y arrepentirme, y más fruto del Espíritu Santo empiezo a ver en mí.  Tengo claro que mi “disciplina” no me da ninguna de estas cosas – Él me las da.  Pero mi “disciplina” me ayuda a estar con él para que él pueda hacer estas cosas en mí.

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